Evidentemente, el excelente artículo que escribe hoy Ricardo Raphael, nos deja como mensaje, el reto que como sociedad, debemos remontar, si acaso aspiramos a ser ciudadanos con derechos iguales, y con ello, sepultar las condiciones que segregan y limitan, a una vida digna, en la que todos, logremos valer igual.
El texto invita a vencer los temores, y esos temores que son la indefensión adquirida, van desde cuestiones laborales, relaciones interpersonales, así como en el trato y lucha del día con día.
Hoy dejaré el texto, por la riqueza de la reflexión, que espero detone en cada uno de nosotros, esa afirmación, de SÍ SE PUEDE, el punto medular, sin duda depende, de SÍ SE QUIERE.
Que se escuche bien y que se escuche LEJOS
Y, sin embargo, se mueve...
Laura Tena
El umbral de la catástrofe
Ricardo Raphael
3 de diciembre de 2007
A Lydia Cacho
De todas las barreras que en-frentamos los seres humanos, aquellas que tienden a ser tremendamente poderosas son las que nos imponemos nosotros mismos. A la hora de actuar e inclusive de pensar, son los frenos sicológicos —aquellos que se producen en la intimidad de nuestros pensamientos secretos— los que con frecuencia impiden enfrentar situaciones adversas o de plano insoportables.
En el territorio del afuera pueden reformarse las leyes o las instituciones, modificarse dramáticamente las circunstancias, cambiar las prácticas y también las tradiciones —que nada de todo esto cambia la realidad de la vida individual si la conciencia de cada persona no otorga su autorización para modificar el curso de los comportamientos propios en el seno social.
Esta comunidad, que llamamos México, recientemente ha mutado en muchos de sus rasgos. Políticamente se ha vuelto diversa y socialmente cuenta con una tendencia irrefrenable hacia la pluralidad. De ahí que la pugna por el poder entre los grupos de interesados en dominar el espacio público exhiba cada día más fricciones y fracturas.
Evidentemente no es lo mismo hacerse del gobierno de los asuntos que interesan a todos en un contexto monocromático, que tratar de lograrlo en otro donde nadie tiene la capacidad de ordenar el acoplamiento de los cristales que flotan en el nuevo calidoscopio.
Desde donde se mire, así se observa el nuevo espacio público: múltiple y heterogéneo. Sin dueño, y a la vez con muchos dueños. Y sin embargo, estas manifestaciones del territorio del afuera social no han tocado todavía a la puerta de la existencia concreta de una mayoría de las personas que componen a ésta, nuestra comunidad.
Ni la división de poderes, ni la pluralidad política, ni los pesos y contrapesos institucionales, ni el acalorado debate público —entre tantas otras manifestaciones de la transición democrática— han modificado la percepción de vivir en una sociedad autoritaria.
Los mexicanos seguimos experimentando el miedo que paraliza a la hora de oponerse ante hechos o situaciones provenientes del ejercicio autoritario del poder. Con frecuencia asumimos como personalmente riesgoso combatir lo injusto o lo arbitrario que todavía, y abundantemente, permanece en nuestra cotidianidad.
Ante el abuso solemos bajar la mirada, soportar la humillación, eludir la confrontación, alejarnos del conflicto. Entre ser serviles o desafiantes, optamos invariablemente por lo primero. Ante la arrogancia del poderoso, elegimos la docilidad. Frente a la intransigencia, somos prestos para la flexibilidad. Ante la necesidad de obtener lo que consideramos legítimo, tomamos la ruta más corta, aunque esta sea ilegal o moralmente inaceptable.
Todavía queda incrustada en el código del comportamiento social una larga serie de barreras sicológicas que nos impiden exigir —sin negociaciones absurdas o injustas— lo que nos pertenece. Sistemáticamente solemos renunciar a ejercer el derecho para exigir los derechos más fundamentales.
Tengo para mí que es por estas limitaciones intrapersonales que la ciudadanía en la comunidad política es de tan baja intensidad. No nos comportamos como ciudadanos frente a un policía, sino como niños que habiendo (o no) cometido una falta, estamos urgidos para que el señor del uniforme se aleje prontamente de nuestras vidas.
Tampoco somos ciudadanos, iguales en dignidad, cuando acudimos a las oficinas gubernamentales. Tendemos a responder con resignación al maltrato, o con excesivo agradecimiento a la justa resolución de un trámite banal. Algo similar ocurre cuando nos acercamos al maestro de nuestros hijos, al ministerio público, al gerente de banco, al encargado de entregar un pasaporte, al líder sindical, a la autoridad municipal, al político, al sacerdote, al juez o al general.
No hemos tomado conciencia de que el servilismo y el abuso arrogante de autoridad son partes inseparables de un mismo arreglo antidemocrático. Que lo mismo coopera en ello el que utiliza la palabra “patrón” que quien exige ser interpelada con ese detestable vocablo de orígenes oligárquicos.
Ya antes ha sido escrito: para dejar de vivir como plebeyo es necesaria una revolución de la conciencia propia. No basta, claro está, con el derecho a votar, con la reforma de las leyes o con la transformación de las grandes instituciones; se requiere primero y ante todo dejar de tener miedo.
Perderle respeto a lo que Niklas Luhmann llama el umbral de la catástrofe: cruzar la frontera que secularmente ha separado al desposeído del poderoso, con el solo objeto de ser tratado como un igual.
Desafortunadamente, en México son aún escasas las voluntades ciudadanas que, sin pertenecer a la élite gobernante, están dispuestas a desafiar la arrogancia de los omnipotentes. En efecto, no abundan las voluntades echadas para adelante que miren de frente las injusticias para luego combatirlas.
Las reflexiones recogidas en estas líneas surgen después de haber mirado con mucha tristeza el último capítulo de la historia que la periodista Lydia Cacho experimentó la semana pasada ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
A diferencia de muchos otros, esta mujer no se negó el derecho a investigar las redes de pederastia y trata de personas que actúan cada vez mas impunemente en el territorio mexicano. Tampoco se contuvo de denunciarlas cuando descubrió que en México el poder legal y los explotadores sexuales sostienen alianzas corruptas e imbatibles.
Mucho menos lo hizo cuando decidió acudir ante los jueces y los ministros para impugnar el abuso de poder ejercido por el gobernador del estado de Puebla, Mario Marín. Y aun si la Suprema Corte le negó restitución de la justicia a las víctimas, y también a ella que hizo pública la circunstancia, Lydia Cacho respondió que, desde la profesión propia, ella seguiría investigando.
La gran mayoría de la sociedad mexicana ha visto con simpatía esta actitud suya, ciertamente anómala y excepcional para nuestra cultura política. Quizá este hecho sea el mejor de los logros obtenidos durante la larga y personal jornada de esta valiente periodista. Su desafío a la autoridad, y la dignidad de su batalla, han dejado un ejemplo para quienes todavía seguimos siendo presas de nuestras muy sicológicas barreras y limitantes.
La relojería democrática mexicana continuará siendo defectuosa hasta que no ocurra que otros muchos mexicanos tomen un sendero similar al de ella.
Analista político
http://www.eluniversal.com.mx/editoriales/39153.html
Expresando ideas de cómo leo la política, esperando generar reflexiones, para poder crear, una convivencia más humana, entre todo actor social. Una nación conformada por SUJETOS, podrá remar de manera más sencilla, al puerto donde la igualdad y la justicia social, sean una realidad, y no promesas como parte de discursos, que se re-estrenan, cada temporada electoral.
NO HACER CASO DEL RECUADRO QUE SOLICITA CONTRASEÑA
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